La época del amor binario



Cierto amigo acostumbraba dividir su cuerpo en tres pisos: la cabeza, el pecho y el bajo vientre. Con frecuencia deseaba que los inquilinos del primer piso y del último se toleraran mejor.
Georg C. Lichtenberg “Aforismos”

Si cambié a mi novia por una muñeca de sexta generación no fue por depravado o insensible, como pudiera juzgarse a la ligera; al contrario, lo hice porque para un hombre como yo no bastan los placeres de la carne, y mi relación con Pamela no era más que un onanismo compartido. La mujer digital, en cambio, satisfacía mis dos necesidades prioritarias: la animal y la intelectual. En la cama, todos los días emprendíamos contorsiones novedosas y erogeneizábamos geografías insospechadas de nuestro cuerpo; y en la charla, no había un átomo, un plano, un sustantivo, un pliegue de este minotáurico universo que desmereciera nuestro más vivo interés.
      Cuando la compañía Dreams sacó al mercado las amantes de última generación, el éxito fue inmediato e inusitado. En tres días el produc­to se agotó y ya sólo se conseguían en reventa, hasta por el triple del precio original. La personalidad, inteligencia y habilidades de cada una de estas mujeres, podían, sin mucho esfuerzo, programarse al gusto del usuario; así como escoger su apariencia física de un catá­logo donde no se privilegió un fenotipo, ni se limitó a un canon de belleza arbitrario, sino que tomaron modelos, tanto de la pintura, las pasarelas y el cine, como de gente común, de todos los rincones del globo.
Tan pronto como adquirí la mía, el mismo día del lanzamien­to internacional, terminé con Pamela, así, sin explicaciones ni nada. Me consta que las rupturas no matan a nadie. Venía cuidadosamente envuelta en un manto de polietileno. Incluía discos de programa­ción, manual de uso, holograma de autenticidad, nanoprocesador de silicio y puertos de alta velocidad. Podía moverse libremente, sin un rudimentario cable, como las de antaño. Introduje el driver en la computadora; se disparó de manera automática una pantalla de bien­venida y aparecieron opciones de configuración relacionadas con habilidades generales de software y hardware, como carácter, modo de hablar, sentido del humor, inteligencia, cultura, tono de voz, locomo­ción, etcétera.
Con sólo teclear unos cuantos comandos y seguir los cuadros de diálogo configuré una obra maestra: su nombre era Alondra: el cuerpo de la maja desnuda, la piel rosada de un Renoir, el rostro de Ava Gardner y el cabello de la Venus de Botticelli; amaría el jazz, la comida cubana, el teatro de Camus, las acrobacias eróticas y el cine expresionista alemán; en la mesa sería una conversadora inagotable, de temas tan excitantes y variados como la escultura cinética, el idea­lismo de Berkeley, las matemáticas del caos o el Baghavad Gita; y en la cama estaría kamasútricamente entrenada para atender mis más geniales caprichos, sin la menor atenuante atlética ni moral.
Se presentó con un speech de la compañía fabricante y aseguró estar para servirme. Habló de las ventajas de una mujer de sexta ge­neración. Me contó sobre otros productos de la misma serie y lo afor­tunada que se sentía de haber sido elegida por un hombre como yo... interrumpí el protocolo para llevarla a mi habitación, donde estaba el escenario listo para el rito amoroso.
Cada biopixel de su anatomía encerraba el secreto de las propor­ciones divinas atesorado por los geómetras más ilustres. Y lo mejor vino en seguida, pues en las artes amatorias parecía compendiar todo el saber humano oriental y occidental, antiguo, moderno, científico, filosófico y práctico, para exacerbar el placer hasta alturas imprevisi­bles, con un control absoluto de tiempo y espacio, equilibrio preciso entre intensidad y movimiento, y un sentido jazzístico del ritmo; no sólo para improvisar sobre la marcha, sino para ralentizar un beso o sincopar una caricia, en la medida que fuera necesario para conse­guir un conjunto armónico general, cuya intensidad, sin omisión de pausas y silencios, creciera de manera sostenida hasta estallar en la última nota, como una explosión de libertad.
Fueron días muy felices, hasta que una tarde, mientras com­praba la despensa en el supermercado, me enteré que los sindicatos de prostitutas habían organizado marchas de protesta y presiona­ban en los congresos para sacar del mercado a las Venus digitales, argumentando la pérdida de empleos, las faltas a la moral y hasta la subversión a las buenas leyes de dios. Cuando llegué a la casa me sen­té con Alondra a escuchar los noticieros para saber los pormenores. Es vergonzoso, decían las afectadas, que las empresas transnaciona­les se sigan chingando al pueblo y el gobierno no haga nada para defendernos. ¡No vamos a permitir que el oficio más antiguo del mundo se vea desplazado por unas viejas artificiales! Es una injusti­cia y, si es necesario, llegaremos hasta las últimas consecuencias para que se nos escuche.
Deben aceptar que hemos llegado a la época del amor bina­rio repliqué, ya no necesitamos de sus vulgares servicios. Alondra sonrió y se acercó a abrazarme. El mundo podía caerse a pedazos, no importaba, nos teníamos el uno al otro.
La sola virtud de sus habilidades amatorias habría bastado para en­sombrecer cualquiera de mis relaciones anteriores, pero su habilidad en la cama no era menor que su talento en la cocina o su genio en la conversación. En ocasiones empezábamos comentando alguna frus­lería sobre el empaque de un producto o un desajuste del clima y terminábamos hablando sobre el tractatus de Wittgenstein o la teoría del campo unificado.
¡Pobres de aquellos que preferían desgastarse en conversacio­nes vacuas, regalos, mentiras y piropos, con mujeres convencionales!; ¡pobres de los que, pudiendo vencer el mito platónico del andrógino, preferían seguir lijando los mejores años de su vida con una mitad inexacta que sólo podía hormar a fuerza de mediocridad y resigna­ción! ¡Yo no! ¡No más! ¡Había encontrado a la mujer perfecta!
Es cierto, tenía inconvenientes propios de su condición, pero muy sencillos, nada que no pudiera tolerar. Una noche mientras hacíamos salvajemente el amor, de repente, se quedó rígida. Pensé que la había matado. No mostraba ninguno de sus signos vitales. Tuve que espe­rar a la mañana siguiente para llevarla al taller de asistencia técnica. Sólo era la batería. En condiciones normales se recargaba cada seis meses, con el uso que yo le daba, cada tres. Aclarado el asunto, siguió la aventura.
Durante meses soporté el tedio de la oficina, los papeleos, las juntas, la interacción con los clientes, sólo por el incentivo de que en la noche estaría con Alondra. Hasta suspendí el consumo de porno­grafía y dejé de ir a parrandas o en busca de mujeres públicas. Todo por ella, la única mujer que no me buscaba por mi prestigio erótico o mi dinero.
Si hiciera un repaso de las mujeres que conocí antes de Alondra, sólo encontraría un astillero de amantes, como esa tipa que me sacaba dinero de la cartera, o la que resultó ser travesti, o aquella que se exci­taba incendiando las sábanas, o la troglodita de Pamela, quien sólo se podía comunicar con las piernas, hasta Roberta, mi exesposa, la única relación que duró más de un año, y sin embargo terminó con las fra­ses de siempre: que la relación se desgastó, que el sexo era muy bueno pero no lo único, que era muy aburrido hablar de libros y de gente muerta, que una mujer necesita detalles, caricias, palabras de amor, que estaba loco y de ninguna manera iba a participar en una fantasía tan repulsiva. Alondra, felizmente, nunca cupo en ese reparto.
Cierta ocasión, mientras llenaba unos reportes en la oficina, me vino un pensamiento a la cabeza: ¿por qué no pagarme uno o dos años de puro hedonismo? Tenía una cuenta de ahorros sana y ha­bía reducido de manera notable mis gastos corrientes. Me lo merecía. Esa misma tarde presenté mi renuncia con carácter de irrevocable. Cuando le di la noticia a Alondra se puso más feliz que nunca. Fue una noche muy larga. (Nunca como ahora, reparé en que la felicidad es un suceso perentorio).
Poco después recibí una llamada de Nuño: ¡Quiubo cabrón! ¿Cómo te va? Bien, bien. Me enteré que mandaste el trabajo a la chin­gada. Así es. Y qué, ¿cuándo nos vamos a echar unos vinos? Luego te llamo, le dije, ahora estoy muy ocupado y colgué sin vacilaciones, con una sonrisa de superioridad. Mientras él y los demás se estarían matando en el trabajo para pagar el club deportivo, la escuela de los hijos, el mantenimiento de la casa y los cosméticos de sus esposas, yo estaba viviendo.
A lo largo de estos meses, las protestas por las muñecas se habían intensificado. A las rebeldes iniciales se sumaron grupos religiosos, competidores comerciales y amas de casa; cada vez ganaban más fuerza. El gobierno, afortunadamente, ignoró sus reclamos y se pro­nunció firme en defensa del comercio global, y afirmaron, no se to­lerarían más escándalos públicos. Las vendedoras de sexo no tuvie­ron más remedio que suspender los cabildeos y despejar las calles en medio de rechiflas y amenazas de hacer justicia por su propia mano.
Quise no darle importancia, pero la realidad fue que me empecé a preocupar. Por primera vez columbré la posibilidad de que un día ya no estuviéramos juntos. Lo que jamás se me ocurrió es que yo mis­mo ultimaría la relación...
No acababa de recuperarme de todo este escándalo cuando reci­bí un citatorio para presentarme en un juzgado por el incumplimien­to de la pensión, y Nuño llamó de nuevo:
–Ya entendí por qué estás tan encerradito, cabronazo.
–No sé de qué me hables.
–No te hagas pendejo, ya sé que te estás matando a una de esas muñequitas, Arturo te vio saliendo de Sex city.
–Bueno, ¿y qué necesitas?
–Tranquilo, mamón, te hablo para que vengas a la casa a echarte unos tragos; va venir Toño, el Rulas y unas chavitas que pescamos en una secundaria.
–Ya te he dicho que cuando me desocupe te hablo.
–¡Pues vete a la chingada, Mendiola! –gritó–. ¡Si prefieres estar con esa ramera androide que con tus amigos, allá tú, pero no vengas a chingar cuando te canses del juguete!
Reventó la bocina del teléfono antes de que yo pudiera decir nada. Sin duda estaba celoso; yo no tenía que responder ante nadie, mientras que él estaba condenado a su esposa, como a la cámara de gases. Ya se le pasaría. Fui a la barra a prepararme algo de tomar. Descorché una botella, realicé la cata de rutina. No pasó. Cuando fui al fregadero a vaciar ese bourdeaux de clochards, advertí que sobre el citatorio había un sobre lacrado con el logotipo de Dreams. Venía una hoja donde el director general se disculpaba por el penoso incidente con las rebeldes, e informaba detalladamente sobre las nuevas dispo­siciones legales que evitarían este tipo de eventualidades en el futuro, y un tríptico en papel lustre con información sobre las nuevas actuali­zaciones disponibles en la red. Esto último despertó mi curiosidad y me dirigí de inmediato a la sala para encender la computadora. Entré al sitio oficial y, con ingresar la clave que venía en el folleto, pude descargar la aplicación sin ningún costo. Cuando especulaba sobre las posibles novedades, se posó en mi monitor una advertencia de virus. ¡Malditos hackers! ¡Era una trampa! Apareció un cronómetro con cuenta regresiva que apagó la computadora sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Por el momento no hice más, me sentía algo estresado. Fui a la habitación donde estaba Alondra para pedirle un masaje y la en­contré recostada sobre la cama viendo televisión. Era el principio del fin. Por la tarde, en el comedor, me sirvió una pizza de microondas y un vaso con refresco de cola. Disimulé mi molestia iniciando una conversación a propósito de la gastronomía italiana, y de cómo la pri­mera pizza fue aportación de los griegos, aunque no tuviera queso y estuviera hecha con aceitunas, lo que me recordó aquella anécdota de Diógenes, el cínico, cuando vio un hombre colgado de un Olivo y encomió el fruto de ese árbol, y a su vez me llevó a otros filósofos de la época como Platón y su Mito de la caverna, en relación con la ontología de Heidegger y la película de Matrix.
–¿A qué viene esa parrafada? –me increpó sin dejar de masticar con la boca abierta.
–Nada, sólo trataba de amenizar la comida.
–Mmm, ya entiendo... bueno, me voy a ver la tele –montó su pla­to sobre una bandeja, junto con rebanadas de mortadela y un frasco de mayonesa, y se fue a terminar de comer en la cama.
Hablé a la compañía fabricante para exigir una solución, pero los conmutadores jamás me comunicaban con nadie, al parecer yo no era la única víctima. Leí el manual en busca de un comando, un dis­positivo oculto, un switch secreto que con sólo oprimirlo restituyera mi felicidad; pero sólo encontré ambigüedades técnicas, digresiones soñolientas y elipsis mañosas. Traté de justificar los cambios. Tejí arduas explicaciones que me ayudaran a concluir que sólo era un proceso pasajero y pronto las cosas regresarían a su curso habitual. Intenté seducirla, reprenderla, hablar con ella en términos amisto­sos, pero no conseguí nada. Se había vuelto muy reticente. Ya no me escuchaba. Mi única opción era evadirme. Me iba a tomar algún tra­go e incluso, de vez en cuando, interactuaba con alguna chica, pero cuando sugerían algo más, daba el asunto por terminado; no que­ría un sustituto mediocre de Alondra, la quería a ella. Por la noche regresaba a casa con la esperanza de que todo hubiera vuelto a la nor­malidad, de que sólo hubiera sido un buen susto, un incidente para el anecdotario, pero, como siempre, no estaba de humor ni para hablar ni para amar. Empezamos a dormir en habitaciones separadas En el lapso de las siguientes semanas testifiqué cómo su delicada figura se fue desbordando de la ropa, al grado de que no tenía más opción que usar batas de baño, o vestir playeras donde en otro tiempo habrían cabido tres Alondras; además de que su cuerpo se empezó a cubrir de un vello pardusco.

He tomado una decisión. No ha sido fácil y no me enorgullece pero, como puede apreciarse en mi relato, no tengo otra opción. ¿Quién podría culparme a mí que soy el más afectado?... Al fin ya no es sino una hórrida degradación de la original. Voy a suspender su abasteci­miento de energía y esperar su muerte. De cualquier manera, el ru­mor de que la competencia de Dreams está por lanzar las amantes con antivirus es cada vez más fuerte, así que sólo es cuestión de tiempo. Estoy tranquilo, después de todo, zozobré más con otras mujeres que me dieron mucho menos; soy un hombre que sabe esperar, soy como el Sidharta de Hesse.

A Leonardo Figueroa Monroy

Ponencia en la Universidad de Oxford



Ciencia y fantasía desde la perspectiva de un narrador mexicano posmoderno

Quiero platicar de ciencia y literatura desde un enfoque intuitivo, desde mi perspectiva de escritor sin credencial de ningún ismo. Les propongo una breve exposición, un tanto lírica, sin bibliografía ni citas al pie de página, una modesta conversación entre amantes de la ciencia y la literatura. Quiero compartirles mis hallazgos como autor en éste, mi primer libro, Manuscrito hallado en un manuscrito, pues me parece que se relaciona con el tema que hoy felizmente nos convoca.
La obra inicia con un epígrafe de Emile Cioran que dice “Imaginar únicamente cosas que nos gustaría rumiar en una tumba”. Elegí esa frase porque me parece ilustra el origen de estos cuentos, ya que la única razón para escribirlos, fue ayudarme a explorar los temas, las ideas, las paradojas que más me apasionan: las de la ciencia el arte y la filosofía.

Un catálogo de la imaginación
La ciencia es para mí, como dijo Borges de la teología, una rama de la literatura fantástica. Piensen en esto: seres tan pequeños que no son visibles para el ojo humano, instancias psíquicas que esconden otros yoes detrás de la conciencia; portales que comunican dos regiones del universo distanciadas por millones de años luz, cuerdas que componen toda la materia, según la melodía que se les imponga, gatos a la vez vivos y muertos, orificios con tal poder digestivo que pueden tragarse galaxias, conjuntos de células capaces de entenderse a sí mismas, horizontes donde el tiempo transcurre tan lento que si alguien pudiera habitarlo un mes, al regresar a la tierra habrían pasado 800 años.
He seguido la historia de los hombres de ciencia, desde Euclides hasta Gödel, con una emoción comparable a la que me produce la literatura fantástica. He leído y disfrutado a los hombres de ciencia con el mismo placer que a Borges, Julio Cortázar, Ítalo Calvino y Juan José Arreola; tengo a Albert Einstein por uno de los personajes más extraordinarios, al lado de Alonso Quijano, Raskolnikov, Macbeth. Su vida me parece una trama originalísima: Su trabajo en la fábrica de patentes, su afición al violín, los tres geniales artículos que publicó a los veintiséis años, su controvertida visión del tiempo y espacio, su triunfo espectacular sobre los escépticos con el eclipse solar de 1919, su sentido del humor, sus frases, sus anécdotas, sus disputas y derrotas consecutivas contra el nuevo orden instaurado por la escuela de Copenhague y sus caídas quijotescas contra las aspas del molino cuántico.
Me gusta mucho esa frase de Voltaire que dice “There was far more imagination in the head of Archimedes than in that of Homer”, pues rescata para la ciencia una cualidad que suele atribuirse a los artistas. No podría afirmar que Einstein y Newton tenían más imaginación que Bocaccio y Jonathan Swift, pero estoy convencido que en un principio, artistas y científicos proceden de la misma manera, ambos imaginan, descubren, inventan.
En mi caso, les confieso algo: no sé hasta que punto he comprendido los tópicos que van de la termodinámica, a la teoría de cuerdas, de los fractales, a las geometrías euclidianas, sospecho que poco, pues a veces me emociona de tal manera un concepto que la fuerza gravitatoria de mi imaginación empieza a curvarlo hacia la región del arte, se va volviendo un historia. Soy un explorador lúdico, un esteta agnóstico. Me importa menos la verificabilidad que la belleza. No juzgo los paradigmas de la realidad por su rigor o su lógica sino por su esplendor y encanto, por la fascinación que me produce concebir la idea en turno, es por eso que en mi cosmovisión personal es como un plano de Argand donde conviven lo posible y lo cierto, lo comprobable y lo fantástico: ideas del hinduismo, al lado de la cibernética, la filosofía, la literatura fantástica, simultáneos, como en esas superposiciones cuánticas, cohabitan teoría y mito, realidad y ficción, ciencia y literatura.

La religión posmoderna
En mi cuento “Scheherazada y la Inteligencia artificial”, retomo el tema de la biblioteca total. Es un cuento disfrazado de artículo periodístico que trata de un software capaz de crear literatura en base a unos pocos cuadros de diálogo, donde el usuario configura sus gustos generales para dar forma a tramas interminables, encadenadas entre sí a manera de muñeca rusa para mantener suspenso al lector durante una cantidad indefinida de noches. El software se llama Sherazad 1.001, celebrando la numeración binaria y la compilación de cuentos árabes. Inicia con un breve recuento de la IA, se mencionan “la Biblioteca de Babel” de Borges y la “Biblioteca Total” de Kurd Laswwitz, se habla de dos softwares, uno ruso y otro mexicano, que han podido crear un cuento y una novela respectivamente, a partir de cierta programación.
Los cuentos creados por los softwares, Mexica y Pc writer, son muy rígidos y limitados; las bibliotecas totales de Borges y Lasswitz tienen infinidad de libros aberrantes por cada uno donde se articula una palabra inteligible en cualquiera de los idiomas terrestres. Los programadores de Sherazad 1.001 entienden que la dificultad de una Biblioteca total es contener tanta información, así que en base a algoritmos secretos consiguen que su programa sólo articule combinaciones armoniosas, con cierto sentido, cierta lógica, incluso cierta ilógica, enmarcada en lo que su grupo de expertos considera, puede ser literario.

“(…) los lectores podríamos acceder a las obras que Shakespeare jamás escribió, pero pudo haber escrito; a las nuevas erratas de Cervantes y los nuevos gags de Bernard Shaw; a un Papini virtual que volvería convertido al budismo; a un repertorio tan estirado de Las mil y una noches que ya nadie querría saber nada de emires, efrits y lámparas maravillosas; Bukowski regresaría con otras aventuras, Cortázar inventaría una nueva camada de bichos abstractos y Lewis Carroll podría adaptar el teorema de Gödel a sus nuevas creaciones matemático-literarias”. 

La verosimilitud está dada por el formato periodístico de la historia, las citas de los libros, los softwares ruso y mexicano, que de hecho sí existen, las entrevistas con expertos, las encuestas con estudiantes de literatura que dan al software el triunfo sobre el famoso “test de Turing”, las protestas de algunos bestseller como Dan Brown y J.K. Rolling para evitar ese atropello a la sensibilidad humana, y las teorías de la conspiración que ven en ese invento horrible una amenaza al orden mundial, pero, como habrán advertido, el argumento de cómo es posible una biblioteca tan vasta, descansa sobre el mismo concepto que dio origen a la física moderna, el hallazgo de Planck, la idea de que la energía no emite radiación de manera continua, sino en paquetes discretos. En el caso de la biblioteca, cada combinación con sentido es un cuanto, mientras que todas las combinaciones aberrantes no forman parte del corpus del programa.
            Cuando leí esta historia en un taller literario, aun advirtiendo que se trataba de un cuento, los asistentes se quedaron callados, una de ellas, con un viso de preocupación, preguntó si el software era real, los demás ni se rieron ni se aventuraron a corregirla. Con este cuento, pude probar que la frontera entre lo verdadero y lo verosímil, es muy delicada, y el mundo de la ciencia, su método, su difusión, sus formas, ha permitido una agradable convivencia entre la realidad y la fantasía.
He notado que el hombre corriente no toma muy en serio la fantasía, la ve como simple entretenimiento. Se repite el estribillo de que la realidad supera a la ficción. Un drama fílmico o una novela se valoran más si contiene la leyenda de que está basada en “hechos reales”. Esto exige al escritor historias verosímiles, y en este sentido la ciencia ha jugado a favor de la fantasía. Hasta a los más escépticos se les ve flaquear cuando la ciencia afirma algo, por descabellado que suene, pues tantas veces, el conociendo inductivo a traspasado las fronteras de lo que llamamos sentido común, que el paradigma de la realidad, no sólo va cambiando entre la comunidad científica, sino en el ciudadano promedio. Las ondas hertzianas, los rayos infrarrojos y ultravioleta, el sonar de murciélagos y delfines, la doble hélice del ADN, las explosiones de estrellas supernovas, son acontecimientos tan ajenos a la experiencia corriente, que si no fuera porque la ciencia ha puesto en ellos su membrete, nadie las creería. Gracias el éxito de la ciencia en ámbitos tan variados como la medicina, la biología, la física, las matemáticas, sus índices de aceptación compiten muy seriamente con los de la religión y hasta con Los Beatles.
Si bien hay infinidad de fenómenos que podemos comprobar por nosotros mismos, hay muchas otras que sólo aceptamos, como un acto de fe. Yo creo en la gravedad por la inercia que me encadena al piso como a un grillete, y porque sé que si suelto este micrófono, me lo van a cobrar al final del evento; pero no tengo esa certeza con la relatividad o la mecánica cuántica. No puedo recoger uno de los fotones que iluminan esta sala para probarme que la luz es una partícula, ni puedo andar a la velocidad de la luz para desacelerar el tiempo y disfrutar algunos días de mi estancia en Inglaterra, y no obstante, creo ciegamente en la relatividad y en la naturaleza dual de la luz. Si toda la física moderna fuera un complot mundial, un invento de eruditos para divertirse o para ocultar otra realidad, o para instaurar una religión universal, ni yo, ni todos los que no tenemos licencia para conducir naves espaciales o disparar pistolas de neutrones, estaríamos en posición de elucidarlo.
Estamos pues, ante una visión que ha penetrado las estructuras más reacias de lo que consideramos lógico y posible. La ciencia es la religión posmoderna por antonomasia. Parafraseando a Dostoievski, yo diría que “Si la relatividad existe, absolutamente todo es posible”.

El universo en lenguaje de máquina
Un tipo X va a bordo de un tren cavilando acerca de que quizá, alguien, digamos la persona Y, está pensando lo mismo que él. Esa persona podría ir en el vagón contiguo, o está sentada a un lado de él, pero como el pensamiento es inaudible, ninguno de los dos se enterará jamás. X trama una estratagema para, sin exponerse a una vergüenza, descubrir si existe esa persona Y, y si va en el mismo tren. Si coincidieran en una acción trivial, podría juzgarse una coincidencia; no así si fuera un ejercicio muy arbitrario, como sacar un cuaderno, trazar un plano cartesiano, y sobre el cuadrante superior derecho, estampar el caracter pi. Si alguien más lo hiciera, no cabría duda de que, aun el pensamiento con toda su infinita cantidad de variables, puede entonarse en la misma frecuencia. Sigue especulando, sin hacer nada hasta llegar a la estación que esperaba y cuando parece que todo quedará en una divagación ociosa, los pasajeros voltean a ver la hora,

Unos en su reloj de bolsillo, otros en el celular, otros en la pantalla electrónica del vagón. Quienes traen bolsa, mochila o algún otro objeto lo toman con la mano derecha, el resto se agarra el cabello con la mano izquierda. Todos se ponen de pie al mismo tiempo. Caminan hacia la puerta de salida, cada quien a su destino. Nadie se da cuenta que, por un instante, visto desde una perspectiva aérea, el espaciado entre una persona y otra, el color de su vestimenta y sus diferencias de estatura, forman el bajorrelieve de una grafía que, unida a las de otras estacio­nes, articulan la palabra esencial, el sueño del cabalista, el nombre, la cifra, el inicio, el fin.

El relato que he referido se llama “Dados y cuerdas”. Es una historia cuya arquitectura invisible son algunas ideas científicas, arbitrariamente ajustadas para la invención literaria, pero que, a diferencia de la ciencia ficción, jamás se mencionan de manera explícita.
En la ciencia ficción hay especialistas que hacen de los conceptos científicos la firme arquitectura de sus historias, para dar verosimilitud a tramas ocurridas en el año 3000, en el fondo de la tierra o de un hoyo negro, en un universo paralelo; escritores como Jules Verne, Isaac Asimov, Philip K. Dick. Mi propuesta está más del lado de la literatura fantástica, y la ciencia es parte de la ingeniería interna, los nanotubos de la narración. En la parte hay una representación hasta cierto punto realista, que al final se trueca fantástica, pero el concepto científico que sostiene la idea general no está sino en la esencia, en los unos y ceros debajo del teatro literario.
Les cuento cómo lo concebí. Alguna vez leí acerca de una teoría donde cada una de las partículas que componen el universo, son diminutas cuerdas, cien millones de billones más pequeñas que el núcleo de un átomo, y que todas son iguales, la diferencia es la manera en que vibran, como la cuerda de una guitarra puede vibrar en distintas frecuencias, según el traste que se pise, para producir distintos semitonos. La idea me emocionó tanto que, como siempre me sucede en estos casos, cerré el libro físico, donde ya todo estaba escrito, para abrir el de la imaginación, donde todo está por escribirse. Curiosamente, una joven que iba sentada en uno de los asientos contrarios, también cerró su libro. Esta coincidencia me sugirió el argumento del relato. ¿Si todo lo que entendemos por existencia son las vibraciones de una cuerda ontológica, no podría ser que algunas veces entonara la misma melodía?
Esto sucede en el relato, y varios de los personajes lo sospechan, aunque, curiosamente, nadie se da cuenta, salvo nosotros, desde nuestra posición privilegiada de lectores, mas si se lee como yo desearía, el lector también debería sospechar que quizá él y otro lector están leyendo o pensando lo mismo, y entonces, el plano de la ficción estaría incursionando en la realidad, la fantasía estaría perturbando ese interruptor que nos dice que sí es posible y que no, para, al menos, vacilar. Lograr esto sería mi mayor satisfacción como escritor, y para esto me he valido de las ideas que más me entusiasman, como son las científicas y las filosóficas: la conciencia, la incertidumbre, los algoritmos, los sueños, el genio, la otredad, los fractales, la locura, las cuerdas, el caos, el tipo de ideas que yo podría rumiar gustoso en una tumba, durante un tiempo infinito o transfinito, hasta que todo termine, ya sea con el Apocalipsis o el Big Crunch.


Manuel Fons
Oxford, 2010