El hombre, la máquina y el infinito


I-                   Blancas
Garry Kasparov avanza dos escaques con su peón de rey. La máquina responde con defensa siciliana. Kasparov brinca los caballos y lanza los alfiles; ataca el flanco derecho, con una mezcla de lógica e intuición, o dicho en palabras de Hamlet, con una mezcla de razón y locura. Dibuja en su mente decenas de líneas rectas, cortas y largas de peones y torres, diagonales que forman cruces o estrellas, eles en el centro que unidas hacen un círculo intermitente, como los pétalos de una flor; cada esquema adquiere un color distinto, según si ataca con alfil, caballo y reina, si defiende con torres y peones alineados en grupos de tres, si busca las filas abiertas o prevé un espacio libre para poner a un caballo después de una combinación de tres movimientos. Los circuitos mentales de Kasparov, como un tablero astronómico de ajedrez recorren millones de neuronas, creando las figuras más complejas, encendiendo dendritas, conectando axones, creando asociaciones mnémicas, a niveles conscientes y subconscientes. Sonríe con aire de superioridad. Piensa que la máquina sólo sabe engullir piezas, pero poco entiende del juego, ni siquiera conoce sus historias.

La famosa leyenda del brahmán, Lahuer Sessa, que le regaló un tablero de ajedrez al rey Iadava para distraerlo por la muerte de su hijo, y la elegante broma matemática del brahmán, con las casillas y los granos de trigo, ilustran dos de las magias del juego. La primera es su poder de seducción: El rey se fascina al punto que logra distraerse de la muerte de su hijo. Esta misma cualidad puede verse en unos versos que escribió siglos después, Fernando Pessoa: “Ardían casas, saqueadas eran/ las arcas y paredes, / violadas, las mujeres eran puestas/ contra muros caídos, / traspasadas por las lanzas, las criaturas/ eran sangre en las calles.../ Mas donde estaban, cerca de la urbe/ y lejos de su ruido, / los jugadores jugaban/ el juego del ajedrez.” La segunda magia del juego es el increíble atributo de adensar el infinito en un espacio tan pequeño. Como se sabe, el rey queda tan agradecido que le ofrece al brahmán escoger cualquier regalo de su reino. El brahmán cede ante le insistencia y pide un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro, ocho, dieciséis. El administrador del reino tarda unas semana calculando y concluye que no existe esa cantidad de trigo, ni en todo el mundo. Al llegar a la casilla 64, el número de granos es 18´446,744´073,709´551,615, según ciertos cálculos, lo equivalente a la cosecha de todo el mundo actual, durante casi quinientos años. Los 64 cuadros del ajedrez, como los 12 semitonos de la música occidental, o las 29 letras del alfabeto español, son una representación del universo, con toda su complejidad, todos sus misterios, toda su entropía. Son pocas piezas y poco espacio, al menos a la vista y, sin embargo, las combinaciones posibles son tantas, que nunca se ha jugado una misma partida.

II-                Negras
Por los mil procesadores en paralelo de la máquina, corren los fotones, se hilan los unos y ceros en grupos de bits, bytes, gigabytes. La memoria del sistema recorre a la velocidad de la luz doscientos millones de posiciones por segundo de acuerdo a una base de datos con miles de juegos: Capablanca contra Alekhine, Bobby Fischer contra Spassky, Kasparov contra Karpov, Magnus Carlsen contra Vishy Anand, y siempre elige el movimiento más pertinente, de acuerdo con un algoritmo que sintetiza lo mejor de la “fuerza bruta” con las tácticas y estrategias programadas por un equipo de expertos en inteligencia artificial y una decena de grandmasters. Ha librado los embates del ruso y está preparando el contraataque. A Kasparov le sudan las manos y no deja de ver el minutero;  ha consumido el doble de tiempo que su rival. La máquina se mantiene incólume; apenas y se han calentado sus componentes de silicio. De acuerdo con su valoración, lleva ventaja posicional, y temporal; se acerca su victoria.

En el siglo XVIII hubo un autómata llamado “el turco”, creado por Wolfgang von Kempelen, que se suponía, jugaba ajedrez en el más alto nivel. Entre los rivales más celebres que derrotó estuvieron, Napoleón y el pionero de la informática, Charles Babbage. Después se descubrió que era un engaño. Había un jugador humano oculto entre sus entrañas de madera. Los primeros intentos serios por crear jugadores artificiales se remontan a principios del siglo veinte, con la máquina de Leonardo Torres que jugaba finales de rey y torre contra rey, y con el desarrollo de la computación, en los años cincuenta; Alan Turing a la cabeza. Durante varias décadas ningún programa tuvo capacidad para competir con los mejores jugadores del mundo, pero, acorde con la ley de Moore, la informática creció como los granos de trigo en el tablero de ajedrez y en 1997, en medio de un enorme despliegue publicitario, el superordenador diseñado por IBM, Deep Blue, derrotó al campeón mundial Garry Kasparov en un match de seis partidas. El jugador humano alegó conspiraciones de la transnacional, pero, en los años siguientes, los campeones Krámnik y Anand también cayeron antes los softwares, Deep Fritz y Rebel, despejando cualquier duda sobre las capacidades ajedrecísticas de las máquinas.

III-             Blancas y negras en abismo
Se libran varias partidas simultáneas entre Kasparov y la máquina: la que es, la que pudo ser, la que podría ser. Cada movimiento en el tablero virtual suprime una infinidad de movimientos que no sobrevivieron al análisis de los jugadores y se rezagan en ese universo paralelo donde van a parar las miles de partidas que nunca se jugaron, los movimientos que no ocurrieron, las otras versiones de cada juego, donde es el otro jugador decapita al rey enemigo. Kasparov ofrece un peón y un caballo sin recibir pieza a cambio. La máquina registra la ventaja material y supone su próxima victoria; Kasparov intuye que su ventaja posicional le permitirá llegar al mate antes de que la máquina organice su defensa. Ninguno de los dos puede visualizar el desenlace exacto: ni los millones de cálculos de la máquina, ni la compleja red neuronal del jugador les alcanza para armar todo el árbol de posibilidades. Más allá de unos cuantos movimientos sólo aparece una espesa cortina de humo.

El ajedrez es uno de los objetos que más han atraído a los hombres desde su invención. Artistas como Nabokov, Duchamp, Ingmar Bergman, Carrol, Dalí, Kubrick, entre muchos otros, han creado novelas, películas, piezas teatrales, poemas, musicales, lienzos, inspirados en él. Los científicos han programado softwares, han hecho robots, han visto en el juego de las 64 casillas uno de los mejores modelos para ensayar la inteligencia artificial.
Pero el arte y la ciencia son sólo dos vertientes del juego. Como en la parábola sufí de los ciegos que describen a un elefante según la parte que tocan, el ajedrez es muchísimas cosas, según la subjetividad que lo describe. Es un juego de inteligencia, de creatividad, de intuición; es una danza impredecible y una escultura cinética; un combate lógico-matemático y psicológico. El juego sólo permite tres resultados y ninguno es, por sí mismo, espectacular. La trama de cada juego, sin embargo, nos mantiene intrigados, porque cada partida es un relato riquísimo en símbolos de la vida y la muerte, del tiempo y el espacio, de lo abstracto y lo concreto.
Entre muchas otras razones, el ajedrez fascina a los hombres porque es una metáfora del universo y una conversación con el infinito. Esa es la única partida, de antemano perdida para las máquinas, a menos que, como sugiere el poema de Borges, nosotros seamos también la pieza de un jugador ulterior. En ese caso sería legítimo esperar que las máquinas, además de competir en el tablero, lleguen al combate psicológico, hagan combinaciones creativas, reflexionen y disfruten las sutilezas del juego. Acaso, en algún momento, creen sus propias máquinas que jueguen ajedrez y éstas, las suyas, y así ad infinitum. También es posible que en ningún plano de toda esa puesta en abismo se llegue a comprender todo el complejo universo del ajedrez, o que en algún punto aparezca una mano, orgánica, inorgánica, o etérea, moviendo las primeras piezas que iniciaron todas las partidas, o que haya un tablero con 32 piezas, reales o virtuales, anteriores a esa mano...

Nota publicada en la edición 756 
de la Gaceta UdG






Las imágenes del próximo milenio


A Ítalo Calvino, como a muchos niños, le gustaba contemplar las tiras cómicas e imaginar, guiado por la narrativa visual, los relatos que no era capaz de comprender por medio de los signos. Ya que pudo leer supo que los globos de texto eran versos italianos de un falso traductor que no sabía inglés y tenían una vaga conexión con las viñetas. Calvino prefirió seguir imaginando sus historias, partiendo de imágenes, un procedimiento que seguiría como creador. Así surgieron sus relatos más celebres: un hombre en dos mitades que siguen viviendo independientemente; un muchacho que trepa a un árbol y después pasa de un árbol a otro sin bajar a tierra; una armadura vacía que se mueve y habla como si dentro hubiera alguien.

En una de las conferencias que redactó para dictar en Harvard, Calvino, además de hacer la apología de la visibilidad, como un valor literario que debíamos conservar para el siguiente milenio; expresaba su preocupación por el mundo moderno, de las copiosas imágenes prefabricadas, saturando la memoria como una montaña de desperdicios, y por el peligro de perder esa facultad humana fundamental “la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de hacer que broten colores y formas del alineamiento de colores alfabéticos negros sobre una página blanca, de pensar con imágenes”.

Ese interés por animar con grafías un mundo de imágenes en la memoria del lector está presente en toda su escritura, pero en Palomar, su última novela concluida hace treinta años, es el rasgo principal. La obra se compone de tres secciones, “Las vacaciones de Palomar”, “Palomar en la ciudad”, “Los silencios de Palomar”; divididas a su vez en tres partes, cada una formada por tres textos. En esa arquitectura simétrica está clasificado el proyecto del señor Palomar que consiste en describir cada uno de los instantes de su vida de una manera tan minuciosa que no tenga tiempo para acordarse de la muerte.

En cada página las flexibles contorsiones de las letras crean imágenes llenas de forma, color y textura: una parvada de estorninos dibujando caóticos garabatos en el cielo, una tortuga macho arrastrando su miembro en forma de gancho después de fracasar otro intento de cópula forzada, una carnicería donde se churruscan “filetes ágiles y esbeltos, costillas armadas de su mango de hueso, lomos macizos y sin pizca de grasa”, el vasto firmamento con toda la morfología planetaria interpretada por la sutil mirada del Señor Palomar.

Además de crear sorprendentes lienzos en movimiento con sus ricas y precisas descripciones, el señor Palomar también reflexiona y halla en cada una de esas pinturas un estímulo filosófico, una ilustración de complejas ideas. “De lo que sabe desconfía; lo que ignora mantiene su alma en suspenso. Abrumado, inseguro, se agita sobre los mapas celestes como sobre los horarios de trenes trashojados en busca de un transbordo”.

La torpe carrera de una jirafa, “con las patas anteriores, descuajaringando hasta el suelo, como si no supieran cuáles de tantas articulaciones plegar”, le recuerda a él mismo procediendo impulsado por movimientos de la mente no coordinados;  “el verde césped de su jardín, con la cuchilla de la cortadora revelando sus discontinuidades, peladuras ralas, manchas amarillas”, le sugiere el universo, finito, pero innumerable, inestable en sus confines, conjunto de conjuntos; la abundante iconografía mexicana en las ruinas de Tula, la serpiente emplumada, la escritura pictográfica, la serpiente con una calavera dentro de las fauces, y el amigo mexicano que interpreta con toda elocuencia cada imagen como la vida, la muerte, la continuidad; despierta en Palomar la idea de que cada interpretación necesitaría otra a su vez , y ésta otra y así…

Esas vívidas descripciones y la mirada inquisitiva del señor Palomar son una metáfora del hombre curioso e inquisitivo, deslumbrado por el revuelto espectáculo de la realidad, con sus remotas fronteras que se extienden de forma imprevisible, desde cualquier punto, cercano o remoto, hasta donde alcanza la inteligencia y la imaginación. Es también una tira de Ítalo Calvino impresa en papel revolución, con miles de puntos minúsculos que gracias al espaciado dan la sensación de volumen, donde él escribe una novela en su estudio, iluminado por la luz de la luna; la hoja de su máquina de escribir se va constelando de ilegibles letras oscuras, como un firmamento en negativo, donde residen maravillosas descripciones para todo aquel que prefiera crear imágenes en su imaginación que verlas en la pantalla de un aparato, es decir, para los lectores de este y los próximos milenios.

Nota publicada en la edición 755 
de la Gaceta UdG