El rockstar contra el gigante de 50,000 cabezas








«You're all a bunch of fuckin' slaves!»

Jim Morrison





Desde el escenario, Peter Shatz veía la mancha formada por esas miles de personas, pero no percibía su rostro, no sólo por la penumbra y la distancia, sino por una horrible sensación de hastío. Todos cantaban las mismas canciones, se empujaban, hacían slam, gritaban desentonados y tomaban fotografías desde su celular; Peter veía, literalmente, una masa informe que se convulsionaba como una horda de autómatas. Podría tararear una frase melódica para que lo siguieran como a Freddy Mercury y lo harían, podría orinarse encima de ellos como Jim Morrison y gritarían de emoción, podría ordenarles que fueran a sus casas y desollaran a sus familias y, en medio del trance, no sería imposible que algunos obedecieran.

Sintió que su música no hacía más que arrebañar, más que perfilar seres idénticos, como cuando de niño cortaba con unas tijeras una silueta en una faja de papeles y al desplegarla todas se agarran de las manos. Viéndolo así, un concierto de rock no era diferente a un trabajo, una iglesia, una prisión o un salón de clases; en todos los casos se suprimía la individualidad. Sintió vergüenza de liderar a esos insectos. 

A la mitad de una vertiginosa progresión de quintas, arrancó el micrófono de su cable y lo lanzó al torbellino de seres sin rostro, no con una parábola obsequiosa, sino como David disparando su honda para derribar al filisteo gigante. Los que estaban cerca se arrojaron feroces, unos encima de otros, para apropiarse del souvenir, el resto del auditorio estalló en un grito de júbilo. La melodía no se detuvo porque una buena parte del público seguía cantando. Pete dejó caer al piso su guitarra y se alejó del escenario, dándole la espalda a todos sus seguidores. Sus compañeros de banda se voltearon a ver, aturdidos, sin dejar de tocar a tropezones la pieza, pero ni ellos, ni ninguno de los cincuenta mil espectadores que desbordaban el estadio, sabían lo que pasaría después de que la púa del otro guitarrista raspara el último acorde.