Se supone, según he escuchado y
leído, que Django Unchained es un
tributo a los spaghetti western y
tengo la impresión de que los entusiastas de Tarantino usan dicha referencia como
un chaleco antibalas. Cualquier intento de subversión contra el credo
tarantinesco es, al instante, reprimido con palabras como “tributo”, “parodia”,
“referencia”, y se espera que uno piense “carajo, ahora lo entiendo todo: el
problema era mi ignorancia”. Esa defensa me suena a esnobismo.
Tomar una
forma conocida o una referencia es un recurso, no un logro en sí. El arte sería
facilísimo si sólo se tratara de tributar y parodiar. Bastaría tomar algo de
Fellini o Bergman para ser un cineasta de genio. Para juzgar la obra hay que analizar
el resultado de ese préstamo.
Una falta cada
vez más visible en las películas de Tarantino, es que son predecibles. La
fórmula es muy transparente: historias sobre odio y venganza, contadas con un
mismo esquema que se repite cada diez o quince minutos, con mínimas
variaciones: monólogo o diálogo larguísimo, sobre un tema trivial o absurdo, rematado
con una escena de violencia extrema.
Django Unchained es una
antología recomendable para ver los peores vicios de Tarantino: el
protagonista, Django, es un personaje insulso, sin mayor psicología; el
argumento no tiene ni matices ni misterios; el ritmo narrativo es muy
deficiente: la película parece terminar al menos media hora antes; y claro, abundan
los chistes fáciles salpicados de sangre: pero no de ese humor negro,
inteligente, profundo, que mueve a la reflexión; sino una versión hollywoodense,
vacía, carnavalesca, que al parodiar termina convirtiéndose en lo parodiado.
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