La época del amor binario



Cierto amigo acostumbraba dividir su cuerpo en tres pisos: la cabeza, el pecho y el bajo vientre. Con frecuencia deseaba que los inquilinos del primer piso y del último se toleraran mejor.
Georg C. Lichtenberg “Aforismos”

Si cambié a mi novia por una muñeca de sexta generación no fue por depravado o insensible, como pudiera juzgarse a la ligera; al contrario, lo hice porque para un hombre como yo no bastan los placeres de la carne, y mi relación con Pamela no era más que un onanismo compartido. La mujer digital, en cambio, satisfacía mis dos necesidades prioritarias: la animal y la intelectual. En la cama, todos los días emprendíamos contorsiones novedosas y erogeneizábamos geografías insospechadas de nuestro cuerpo; y en la charla, no había un átomo, un plano, un sustantivo, un pliegue de este minotáurico universo que desmereciera nuestro más vivo interés.
      Cuando la compañía Dreams sacó al mercado las amantes de última generación, el éxito fue inmediato e inusitado. En tres días el produc­to se agotó y ya sólo se conseguían en reventa, hasta por el triple del precio original. La personalidad, inteligencia y habilidades de cada una de estas mujeres, podían, sin mucho esfuerzo, programarse al gusto del usuario; así como escoger su apariencia física de un catá­logo donde no se privilegió un fenotipo, ni se limitó a un canon de belleza arbitrario, sino que tomaron modelos, tanto de la pintura, las pasarelas y el cine, como de gente común, de todos los rincones del globo.
Tan pronto como adquirí la mía, el mismo día del lanzamien­to internacional, terminé con Pamela, así, sin explicaciones ni nada. Me consta que las rupturas no matan a nadie. Venía cuidadosamente envuelta en un manto de polietileno. Incluía discos de programa­ción, manual de uso, holograma de autenticidad, nanoprocesador de silicio y puertos de alta velocidad. Podía moverse libremente, sin un rudimentario cable, como las de antaño. Introduje el driver en la computadora; se disparó de manera automática una pantalla de bien­venida y aparecieron opciones de configuración relacionadas con habilidades generales de software y hardware, como carácter, modo de hablar, sentido del humor, inteligencia, cultura, tono de voz, locomo­ción, etcétera.
Con sólo teclear unos cuantos comandos y seguir los cuadros de diálogo configuré una obra maestra: su nombre era Alondra: el cuerpo de la maja desnuda, la piel rosada de un Renoir, el rostro de Ava Gardner y el cabello de la Venus de Botticelli; amaría el jazz, la comida cubana, el teatro de Camus, las acrobacias eróticas y el cine expresionista alemán; en la mesa sería una conversadora inagotable, de temas tan excitantes y variados como la escultura cinética, el idea­lismo de Berkeley, las matemáticas del caos o el Baghavad Gita; y en la cama estaría kamasútricamente entrenada para atender mis más geniales caprichos, sin la menor atenuante atlética ni moral.
Se presentó con un speech de la compañía fabricante y aseguró estar para servirme. Habló de las ventajas de una mujer de sexta ge­neración. Me contó sobre otros productos de la misma serie y lo afor­tunada que se sentía de haber sido elegida por un hombre como yo... interrumpí el protocolo para llevarla a mi habitación, donde estaba el escenario listo para el rito amoroso.
Cada biopixel de su anatomía encerraba el secreto de las propor­ciones divinas atesorado por los geómetras más ilustres. Y lo mejor vino en seguida, pues en las artes amatorias parecía compendiar todo el saber humano oriental y occidental, antiguo, moderno, científico, filosófico y práctico, para exacerbar el placer hasta alturas imprevisi­bles, con un control absoluto de tiempo y espacio, equilibrio preciso entre intensidad y movimiento, y un sentido jazzístico del ritmo; no sólo para improvisar sobre la marcha, sino para ralentizar un beso o sincopar una caricia, en la medida que fuera necesario para conse­guir un conjunto armónico general, cuya intensidad, sin omisión de pausas y silencios, creciera de manera sostenida hasta estallar en la última nota, como una explosión de libertad.
Fueron días muy felices, hasta que una tarde, mientras com­praba la despensa en el supermercado, me enteré que los sindicatos de prostitutas habían organizado marchas de protesta y presiona­ban en los congresos para sacar del mercado a las Venus digitales, argumentando la pérdida de empleos, las faltas a la moral y hasta la subversión a las buenas leyes de dios. Cuando llegué a la casa me sen­té con Alondra a escuchar los noticieros para saber los pormenores. Es vergonzoso, decían las afectadas, que las empresas transnaciona­les se sigan chingando al pueblo y el gobierno no haga nada para defendernos. ¡No vamos a permitir que el oficio más antiguo del mundo se vea desplazado por unas viejas artificiales! Es una injusti­cia y, si es necesario, llegaremos hasta las últimas consecuencias para que se nos escuche.
Deben aceptar que hemos llegado a la época del amor bina­rio repliqué, ya no necesitamos de sus vulgares servicios. Alondra sonrió y se acercó a abrazarme. El mundo podía caerse a pedazos, no importaba, nos teníamos el uno al otro.
La sola virtud de sus habilidades amatorias habría bastado para en­sombrecer cualquiera de mis relaciones anteriores, pero su habilidad en la cama no era menor que su talento en la cocina o su genio en la conversación. En ocasiones empezábamos comentando alguna frus­lería sobre el empaque de un producto o un desajuste del clima y terminábamos hablando sobre el tractatus de Wittgenstein o la teoría del campo unificado.
¡Pobres de aquellos que preferían desgastarse en conversacio­nes vacuas, regalos, mentiras y piropos, con mujeres convencionales!; ¡pobres de los que, pudiendo vencer el mito platónico del andrógino, preferían seguir lijando los mejores años de su vida con una mitad inexacta que sólo podía hormar a fuerza de mediocridad y resigna­ción! ¡Yo no! ¡No más! ¡Había encontrado a la mujer perfecta!
Es cierto, tenía inconvenientes propios de su condición, pero muy sencillos, nada que no pudiera tolerar. Una noche mientras hacíamos salvajemente el amor, de repente, se quedó rígida. Pensé que la había matado. No mostraba ninguno de sus signos vitales. Tuve que espe­rar a la mañana siguiente para llevarla al taller de asistencia técnica. Sólo era la batería. En condiciones normales se recargaba cada seis meses, con el uso que yo le daba, cada tres. Aclarado el asunto, siguió la aventura.
Durante meses soporté el tedio de la oficina, los papeleos, las juntas, la interacción con los clientes, sólo por el incentivo de que en la noche estaría con Alondra. Hasta suspendí el consumo de porno­grafía y dejé de ir a parrandas o en busca de mujeres públicas. Todo por ella, la única mujer que no me buscaba por mi prestigio erótico o mi dinero.
Si hiciera un repaso de las mujeres que conocí antes de Alondra, sólo encontraría un astillero de amantes, como esa tipa que me sacaba dinero de la cartera, o la que resultó ser travesti, o aquella que se exci­taba incendiando las sábanas, o la troglodita de Pamela, quien sólo se podía comunicar con las piernas, hasta Roberta, mi exesposa, la única relación que duró más de un año, y sin embargo terminó con las fra­ses de siempre: que la relación se desgastó, que el sexo era muy bueno pero no lo único, que era muy aburrido hablar de libros y de gente muerta, que una mujer necesita detalles, caricias, palabras de amor, que estaba loco y de ninguna manera iba a participar en una fantasía tan repulsiva. Alondra, felizmente, nunca cupo en ese reparto.
Cierta ocasión, mientras llenaba unos reportes en la oficina, me vino un pensamiento a la cabeza: ¿por qué no pagarme uno o dos años de puro hedonismo? Tenía una cuenta de ahorros sana y ha­bía reducido de manera notable mis gastos corrientes. Me lo merecía. Esa misma tarde presenté mi renuncia con carácter de irrevocable. Cuando le di la noticia a Alondra se puso más feliz que nunca. Fue una noche muy larga. (Nunca como ahora, reparé en que la felicidad es un suceso perentorio).
Poco después recibí una llamada de Nuño: ¡Quiubo cabrón! ¿Cómo te va? Bien, bien. Me enteré que mandaste el trabajo a la chin­gada. Así es. Y qué, ¿cuándo nos vamos a echar unos vinos? Luego te llamo, le dije, ahora estoy muy ocupado y colgué sin vacilaciones, con una sonrisa de superioridad. Mientras él y los demás se estarían matando en el trabajo para pagar el club deportivo, la escuela de los hijos, el mantenimiento de la casa y los cosméticos de sus esposas, yo estaba viviendo.
A lo largo de estos meses, las protestas por las muñecas se habían intensificado. A las rebeldes iniciales se sumaron grupos religiosos, competidores comerciales y amas de casa; cada vez ganaban más fuerza. El gobierno, afortunadamente, ignoró sus reclamos y se pro­nunció firme en defensa del comercio global, y afirmaron, no se to­lerarían más escándalos públicos. Las vendedoras de sexo no tuvie­ron más remedio que suspender los cabildeos y despejar las calles en medio de rechiflas y amenazas de hacer justicia por su propia mano.
Quise no darle importancia, pero la realidad fue que me empecé a preocupar. Por primera vez columbré la posibilidad de que un día ya no estuviéramos juntos. Lo que jamás se me ocurrió es que yo mis­mo ultimaría la relación...
No acababa de recuperarme de todo este escándalo cuando reci­bí un citatorio para presentarme en un juzgado por el incumplimien­to de la pensión, y Nuño llamó de nuevo:
–Ya entendí por qué estás tan encerradito, cabronazo.
–No sé de qué me hables.
–No te hagas pendejo, ya sé que te estás matando a una de esas muñequitas, Arturo te vio saliendo de Sex city.
–Bueno, ¿y qué necesitas?
–Tranquilo, mamón, te hablo para que vengas a la casa a echarte unos tragos; va venir Toño, el Rulas y unas chavitas que pescamos en una secundaria.
–Ya te he dicho que cuando me desocupe te hablo.
–¡Pues vete a la chingada, Mendiola! –gritó–. ¡Si prefieres estar con esa ramera androide que con tus amigos, allá tú, pero no vengas a chingar cuando te canses del juguete!
Reventó la bocina del teléfono antes de que yo pudiera decir nada. Sin duda estaba celoso; yo no tenía que responder ante nadie, mientras que él estaba condenado a su esposa, como a la cámara de gases. Ya se le pasaría. Fui a la barra a prepararme algo de tomar. Descorché una botella, realicé la cata de rutina. No pasó. Cuando fui al fregadero a vaciar ese bourdeaux de clochards, advertí que sobre el citatorio había un sobre lacrado con el logotipo de Dreams. Venía una hoja donde el director general se disculpaba por el penoso incidente con las rebeldes, e informaba detalladamente sobre las nuevas dispo­siciones legales que evitarían este tipo de eventualidades en el futuro, y un tríptico en papel lustre con información sobre las nuevas actuali­zaciones disponibles en la red. Esto último despertó mi curiosidad y me dirigí de inmediato a la sala para encender la computadora. Entré al sitio oficial y, con ingresar la clave que venía en el folleto, pude descargar la aplicación sin ningún costo. Cuando especulaba sobre las posibles novedades, se posó en mi monitor una advertencia de virus. ¡Malditos hackers! ¡Era una trampa! Apareció un cronómetro con cuenta regresiva que apagó la computadora sin que pudiera hacer nada para evitarlo.
Por el momento no hice más, me sentía algo estresado. Fui a la habitación donde estaba Alondra para pedirle un masaje y la en­contré recostada sobre la cama viendo televisión. Era el principio del fin. Por la tarde, en el comedor, me sirvió una pizza de microondas y un vaso con refresco de cola. Disimulé mi molestia iniciando una conversación a propósito de la gastronomía italiana, y de cómo la pri­mera pizza fue aportación de los griegos, aunque no tuviera queso y estuviera hecha con aceitunas, lo que me recordó aquella anécdota de Diógenes, el cínico, cuando vio un hombre colgado de un Olivo y encomió el fruto de ese árbol, y a su vez me llevó a otros filósofos de la época como Platón y su Mito de la caverna, en relación con la ontología de Heidegger y la película de Matrix.
–¿A qué viene esa parrafada? –me increpó sin dejar de masticar con la boca abierta.
–Nada, sólo trataba de amenizar la comida.
–Mmm, ya entiendo... bueno, me voy a ver la tele –montó su pla­to sobre una bandeja, junto con rebanadas de mortadela y un frasco de mayonesa, y se fue a terminar de comer en la cama.
Hablé a la compañía fabricante para exigir una solución, pero los conmutadores jamás me comunicaban con nadie, al parecer yo no era la única víctima. Leí el manual en busca de un comando, un dis­positivo oculto, un switch secreto que con sólo oprimirlo restituyera mi felicidad; pero sólo encontré ambigüedades técnicas, digresiones soñolientas y elipsis mañosas. Traté de justificar los cambios. Tejí arduas explicaciones que me ayudaran a concluir que sólo era un proceso pasajero y pronto las cosas regresarían a su curso habitual. Intenté seducirla, reprenderla, hablar con ella en términos amisto­sos, pero no conseguí nada. Se había vuelto muy reticente. Ya no me escuchaba. Mi única opción era evadirme. Me iba a tomar algún tra­go e incluso, de vez en cuando, interactuaba con alguna chica, pero cuando sugerían algo más, daba el asunto por terminado; no que­ría un sustituto mediocre de Alondra, la quería a ella. Por la noche regresaba a casa con la esperanza de que todo hubiera vuelto a la nor­malidad, de que sólo hubiera sido un buen susto, un incidente para el anecdotario, pero, como siempre, no estaba de humor ni para hablar ni para amar. Empezamos a dormir en habitaciones separadas En el lapso de las siguientes semanas testifiqué cómo su delicada figura se fue desbordando de la ropa, al grado de que no tenía más opción que usar batas de baño, o vestir playeras donde en otro tiempo habrían cabido tres Alondras; además de que su cuerpo se empezó a cubrir de un vello pardusco.

He tomado una decisión. No ha sido fácil y no me enorgullece pero, como puede apreciarse en mi relato, no tengo otra opción. ¿Quién podría culparme a mí que soy el más afectado?... Al fin ya no es sino una hórrida degradación de la original. Voy a suspender su abasteci­miento de energía y esperar su muerte. De cualquier manera, el ru­mor de que la competencia de Dreams está por lanzar las amantes con antivirus es cada vez más fuerte, así que sólo es cuestión de tiempo. Estoy tranquilo, después de todo, zozobré más con otras mujeres que me dieron mucho menos; soy un hombre que sabe esperar, soy como el Sidharta de Hesse.

A Leonardo Figueroa Monroy

4 comentarios:

  1. jajajaja no habrá un hombre programable, así se podría tener un buen amante y alguien con quien poder dialogar...insatisfecho, pues las mujeres también piden algo similar, pero sin virus x)

    ResponderBorrar
  2. Ja ja ja, todos queremos una versión Mac, para que esté libre de virus. Yo creo que la felicidad es pasajera porque no estamos preparados para mantenernos en ese estado, así que todos los aspectos de la vida están llenos de troyanos, gusanos y virus. Saludos!

    ResponderBorrar
  3. wooow genial sigue asi fonsss aunque yo seguiria prefiriendo a la mujer humana tal y como es je.....

    ResponderBorrar
  4. Eso dices porque no hay de las otras, je je.

    ResponderBorrar