Síndrome de Zelig




Hay muchos casos de personajes, ideas, situaciones, que la literatura exporta al inventario de ese otro mundo, paralelo a la ficción, que llamamos realidad. Por ejemplo, el término “bovarismo”, para referirse a personas insatisfechas por el contraste entre sus ilusiones y la realidad, es un préstamo de la primera novela moderna, escrita por Flaubert, que figura en los diccionarios de psicología. También están los llamados complejos de “Edipo y Electra”, extraido de las siete tragedias de Sófocles que escaparon a las llamas de Alejandría. El síndrome de Peter Pan, en alusión al personaje de J. M. Barrie, y los complejos de Caperucita y Cenicienta, de la tradición popular. 

Woody Allen ha sido, por diversos motivos, galardonado en el mundo del cine, admirado por intelectuales, respetado por miles seguidores leales a su humor inteligente y sus experimentos lúdicos. Entre sus personajes más célebres, recuerdo al hipocondriaco de Hanna y sus hermanas, al guitarrista de Sweet and Low Down, megalómano, cleptómano, proxeneta; a al “Raskolnikov” de Match Point y, de manera muy especial, a Leonard Zelig, aparecido en la película que lleva su nombre. En 2007, la investigadora Giovannina Conchiglia propuso el término “Síndrome de Zelig”, para nombrar a enfermos con un padecimiento similar a dicho personaje.

Este 2013 se cumplen 30 años de Zelig, un falso documental escrito y dirigido por el famoso director neoyorquino. La obra trata de este hombre (protagonizado por el propio Allen), que padece una extraña condición psicológica: es capaz de camuflarse con las personas que lo rodean; adquiere sus habilidades, habla sus lenguas, incluso, transforma su constitución física para igualar a sus modelos. En una ocasión es un jazzista negro, en otra, habla coreano, en otra, es un cirujano que improvisa un parto con unas tenazas para agarrar hielo. Es tal su capacidad de multiplicarse en diversos avatares que inquieta hasta al Ku Klux Klan pues, según palabras del narrador, veían que podía convertirse en judío, en negro, y en chino, lo cual representaba una triple amenaza.

Su historia inicia en los años treinta, en Estados Unidos, cuando el escritor Scott Fitzgerald lo descubre en una fiesta. El relato avanza por medio de un contrapunto entre el retrato psicológico del protagonista, en forma de collage, a partir de diversos testimonios; y la relación de Zelig con su psicóloga, Eudora Fletcher (Mia Farrow), primero profesional, poco a poco, sentimental. En el fondo está el fenómeno mediático, las canciones de jazz en su honor, los programas de televisión, las entrevistas y su fama durante los años de la depresión.

Un rasgo interesante de cómo se cuenta la historia es que, tal como el personaje, la película se mimetiza con las grabaciones de los años treinta. Para lograr ese efecto Woody Allen consiguió cámaras y lentes de la época, y remató el artificio maltratando la cinta final para darle ese toque de senectud fílmica. También se valió con mucha fortuna de la llamada “pantalla azul” para mimetizar a su personaje con grabaciones auténticas, de tal manera que pareciera convivir en el mismo espacio que famosos personajes históricos, de la misma manera en que, años después, lo haría Robert Zemeckis en su Forest Gump.

Una curiosidad para los entusiastas de los cameos es que, igual que en Annie Hall aparece el gurú de los medios, Marshall McLuhan, regañando a un pseudointelectual por tergiversar sus conceptos; en Zelig, Woody Allen se hizo acompañar de la escritora e intelectual Susan Sontag, y del premio nobel de literatura, Saul Bellow, como parte de los supuestos entrevistados que glosan el peculiar caso de Zelig.

El resultado de toda esta pirotecnia de forma y fondo, es una parodia inteligente, divertida, polisémica, que se puede apreciar como un retrato psicológico, una historia de amor, un documental de la primera mitad del siglo veinte, con sus principales protagonistas, de las más variadas disciplinas, como Charles Lindbergh, Al Capone, Charlie Chaplin, Josephine Baker, Adolf Hitler, Babe Ruth, el Papa Pío XI. También como una obra que posee muchos de los rasgos más característicos de Woody Allen: el gusto por la experimentación, el sentido del humor, la síncopa del jazz, las referencias al psicoanálisis, el amor y un personaje tan peculiar que, como el actor de La rosa púrpura del Cairo, sale de la pantalla para incorporarse al mundo real.

Nota publicada en la edición 752
del suplemento cultural O2 de la Gaceta UdG
http://gaceta.udg.mx/G_nota1.php?id=14298

Cruzar el anonimato


A muchas personas nos fascina el inicio de una leyenda, tanto en el mundo de la ciencia, como en la filosofía, la pintura, la música; quizá porque es el punto de cruce entre el anonimato y el reconocimiento, la frontera entre el olvido y la memoria. En ese sentido recuerdo a Picasso, siendo un niño al que su padre le encargó pintar unas uvas y, según se cuenta, creo unas frutas tan perfectas que su padre, abrumado, no volvió a levantar un pincel; recuerdo también a Charles Bukowski, un cartero alcohólico que antes de sus 49 años,  nadie sabía que era un excelente escritor, hasta que el editor John Martin los publicó en Black Sparrow Press; y pienso también en Los Beatles, soterrados en una “caverna” sudorosa de Liverpool, hasta el día que el productor George Martin los sacó para llevarlos a los estudios Abbey Road a grabar su primer disco.

Este 2013 se conmemoran 50 años de Please please me, el álbum debut de la que ha sido considerada la banda más importante del siglo veinte. El álbum fue grabado en tres sesiones de tres horas, en un mismo día. La producción costó 400 libras, una cifra irrisoria comparada con los 75,000 dólares que costó el Sargent Pepper, apenas cuatro años después. En sólo doce horas, quedaron registrados los primeros sonidos de la banda que interpretaría el soundrack de los años sesenta y que, aun hoy, a medio siglo de distancia, sigue sonando en todas las bocinas del planeta, en los idiomas más variados, reinterpretadas con ritmos de jazz, salsa, bossa nova, tango, música culta.

El disco ganó adeptos muy rápido. El 11 de mayo de 1963 alcanzó el número uno en el Reino Unido, y así se mantuvo durante 30 semanas hasta ser desbancado por los propios Beatles, con la aparición de su segundo álbum With The Beatles. La prestigiada revista Rolling Stone situó al Please Please me como uno de los mejores 500 discos de todos los tiempos.

Ese sería sólo el inicio de una impresionante escalada hasta cimas desconocidas para cualquier otra agrupación. En sólo ocho años, a partir de ese momento, ese cuarteto de jóvenes desaliñados confeccionaría su leyenda. Del año 63 que iniciaron en la industria musical, al 70, cuando anunciaron su desintegración, pasaría de todo: surgiría la beatlemania; McCartney compondría “Yesterday”, la canción más reinterpretada de todos los tiempos y lideraría el Sargent Pepper, primer disco conceptual de la historia; Lennon introduciría mensajes subliminales en “Revolution 9” e incendiaría la opinión pública al declarar que para algunas personas, Los Beatles eran más famosos que Jesús; George Harrison iniciaría el mestizaje de los exóticos timbres hindúes con las estridencias del rock.

Poco antes de ese primer disco, Please please me, cuando abarrotaban el Cavern Club de Liverpool y los bares de Hamburgo, el sueño de ese cuarteto de jóvenes provincianos era grabar un disco; unos meses después, ya eran más famosos que Elvis Presley. La mayoría de ellos no tenía treinta años, cuando ya habían revolucionado la música popular, se habían hecho millonarios y habían conocido más fama y más éxito que ningún otro artista.

Algunas personas mayores dicen que conocieron a Los Beatles por sus padres, y describen con emoción los gruesos discos de vinilo que ponían sobre un tornamesa para que reprodujera, contrapunteados con los rasgueos polvorientos de la aguja, la armónica de “Love Me Do” y los gritos aguardentosos de John Lennon en “Twist and Shout”. Yo he contado mi amistad con los Beatles a partir de casettes y discos compactos, y es de esperarse que cuando los adolescentes de hoy sean abuelos, hablarán de cómo escuchaban al cuarteto de Liverpool en un vetusto aparato llamado Ipod.

Las tecnologías para la reproducción del sonido mutarán, las buenas bandas medianas y malas llegarán y se irán, el mundo podrá ver carros voladores, deportistas robots, clonaciones humanas, softwares que creen novelas automáticas, chips integrados al sistema nervioso, pero, como Bach, Beethoven, Mozart, es muy probable que entonces sigan sonando las canciones de ese cuarteto que, hasta las primera horas del 22 de marzo de 1963, sólo eran cuatro críos de Liverpool, enfundados en pantalones de cuero que soñaban con grabar un disco.   

Nota publicada en la edición 750
del suplemento cultural O2 de la Gaceta UdG