Trabajos alimenticios


En una de mis tantas crisis económicas me vi a obligado a solicitar trabajo como vendedor en Mr. CD. Después de un exhaustivo examen de conocimientos musicales, les pareció que tenía un perfil adecuado para la sección de música clásica, que no era sino un exhibidor con un centenar de discos. Yo no era un experto en música culta, ni mucho menos, pero al menos sabía que Johan Sebastian Bach no era el «rey del jaripeo». Me hicieron un contrato por tres meses, con la promesa de que, si probaba ser útil a sus fines comerciales, me ofrecerían un contrato fijo. Mi plan era trabajar un mes para sobrevivir en vacaciones, antes de volver a mi trabajo de maestro (cuya paga era peor, pero al menos me gustaba), y entonces renunciar.

Llevaba tres semanas en la tienda cuando me mandó llamar el gerente. Tenía en la mano un registro de ventas jerarquizado por secciones musicales: el pop estaba en la cúspide; la clásica, como es natural, se arrastraba en el fondo. Me mostró las hojas con expresión médica, como si fuera un diagnóstico de cáncer, me tomó del hombro y me dijo «Manuel, algo anda mal aquí, la música clásica no se está vendiendo». Yo, también muy serio, le respondí que, por desgracia, a Mozart y Beethoven no se les ocurrieron los playbacks, ni las coreografías con mujeres voluptuosas. Cambió de tema, de manera muy elegante, y me dio un largo speech para motivarme a luchar por el legendario contrato permanente.


Su speech, en efecto, me motivó, aunque no como él esperaba. Yo sabía que Mozart y Beethoven no se alimentaban por fotosíntesis, pero supuse que no se habrían sometido a un contrato trimestral, ni a un estimado de ventas, así que renuncié al otro día, una semana antes de mi objetivo, y diez semanas y cuarenta mil pesos de ventas antes del suyo. Si había que fijar posición, entre los genios del arte o los «genios» del marketing, yo elegía el primer bando y, dicho con orgullo, lo he elegido siempre, así es como los «artistas del hambre» firmamos nuestros contratos vitalicios.

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